Título: Bajo presión. Cómo educar a nuestros hijos en un
mundo hiperexigente.
Autor: Carl Honoré
Editorial: RBA
El título es algo engañoso. Honoré no nos va a decir como
educar a nuestros hijos, aunque si hacemos caso a lo que cuenta, esa era su
intención al iniciar la escritura de este libro. Lo que sí hace Honoré es buscar y descubrir
formas de educar a los niños, analizar qué parece funcionar y qué no, o incluso
qué puede ser dañino. Y ya es bastante.
Puede que para algunos padres o interesados en el tema, esta
obra sea algo novedoso, pero me temo que a mi me pilla un poco tarde. Ya creo
(porque hablar de “saber” me parece absurdo venga de quien venga cuando
hablamos de educación) que la educación es algo tremendamente complejo, con
muchos intereses cruzados y opuestos de las comunidades de padres, profesores,
editores, políticos… Entiendo que extraer conclusiones es terriblemente difícil
dado que la educación es algo que abarca décadas, y también entiendo que la
estadística solo funciona con números grandes, nunca con individuos. Así que
gran parte de lo interesante del libro, me pilla un tanto de vuelta. Aun así
está bien para reafirmarse, para ver como cosas que crees, son respaldadas por
alguien con datos y mejor defendidas de lo que podría hacer uno mismo. Y es
agradable ver durante el periplo de Honoré, que hay muchas iniciativas en
marcha en el mundo para mejorar la educación y reducir la locura en la que se
han convertido muchas sociedades y sistemas educativos.
Lectura altamente indicada para padres, educadores y
personas relacionadas o interesadas con la formación y la educación pública y
privada.
A continuación, algunos extractos:
Marilee Jones, ex docente a cargo de las admisiones en el
MIT, observó que el campus había perdido parte de su brillo creativo. Concluyó
que el proceso de admisión estaba descartando a los inconformistas, a las
personas del estilo de Bill Gates, los rebeldes que persiguen una idea por sí
misma en vez de complacer a los padres o a los posibles jefes.
-o-
Tal vez lo más sorprendente sea que los exámenes no
constituyen ninguna prioridad en Finlandia. Aparte de los exámenes finales al
término del instituto, los niños finlandeses no se enfrentan a exámenes
estándar. Los profesores los ponen pruebas en sus respectivas áreas, y las
escuelas comprueban la evolución de los alumnos, pero la idea de empollar para
las pruebas de acceso a la universidad es tan ajena a Finlandia como una ola de
calor en invierno. Ello plantea una deliciosa ironía: el país que pone menos
énfasis en la competencia y los exámenes, que
muestra un menor interés por las escuelas preparatorias y las clases
particulares, es siempre el primero del mundo en los competitivos exámenes de
PISA.
Según Domisch Rainer, experto en educación alemán que ha
vivido casi treinta años en Finlandia, esta paradoja se debe a que el sistema
finlandés antepone las necesidades de los niños a los ambiciosos deseos de
padres y burócratas.
-o-
Logramos buenos resultados generales porque atendemos a
todos los estudiantes – dice Kassinen. La clave es que los chicos de todas las
capacidades estén juntos en la misma clase: al fin y al cabo, así es la
sociedad.
Los informes de la OCDE lo confirman: en los países que
evitan la división de alumnos según sus aptitudes, hay mejores estudiantes.
-o-
Los maestros de escuela fineses tienen una tendencia
excesiva al método de instrucción tradicional de pizarra y lección. Es extraño,
si tenemos en cuenta su afición a la tecnología, pero los finlandeses tampoco
se han apresurado a informatizar sus aulas.
-o-
Tal vez la lección más amplia es que no hay una fórmula
mágica para mantener a los niños controlados, ni hace falta que la haya. Sólo
hay que pensarlo un momento: ¿hay algo más espeluznante que un niño que se
comporte de modo impecable en todo momento? ¿O una familia que nunca se pelee?
Rebelarse contra la autoridad forma parte del crecimiento –todos lo sabemos
instintivamente- y el conflicto es un rasgo de la vida familiar. Tal vez no
resulte agradable que los niños estén enfurruñados, den portazos o digan entre
dientes “Te odio”, pero eso es parte del trato paterno filial.
-o-
Después de que los románticos entronizaran la idea de la
inocencia infantil, el miedo a la corrupción no cesó de intensificarse. Los
críticos advirtieron que leer cómics estimularía en exceso a los jóvenes y los
llevaría a cometer crímenes y actos disolutos. Otros temían que el trabajo en
las fábricas de la Revolución Industrial mancillaran moralmente a los niños, lo
que motivó que algunos jefes contrataran a monjas o enfermeras para
tranquilizarse la conciencia. Como todos los demás miedos sobre la infancia, el
temor a la corrupción aumentó en el siglo XX, y se amplió hasta abarcarlo todo,
desde la música rock a tiendas de regalos.
Esto nos muestra una de las paradojas más curiosas de la
infancia moderna: hoy, al mismo tiempo que nos inquieta nuestra pérdida de
inocencia, permitimos, incluso alentamos, que los niños se mojen cada vez más
temprano los dedos en la piscina adulta. En parte se debe a nuestro deseo de
acercarnos a los hijos, de fortalecer el estatus de “mejor amigo”. Al fin y al
cabo, nada une más a dos personas que un pasatiempo compartido. Sólo hay que
oír cómo deliran algunas madres sobre hacer limpiezas de cutis y pedicura a sus
hijas de nueve años.
-o-
Claro está que el papel de los padres sólo es una parte de
la ecuación. Más allá de la familia, debemos replantear las normas que
gobiernan todo lo tocante a las vidas de los niños: escuela, publicidad,
juguetes, deportes, tecnología, tráfico. Eso implica aceptar algunas verdades
incómodas: que los coches deben ocupar menos espacio en nuestras calles, que
gran parte del mejor aprendizaje no puede medirse, que los chismes electrónicos
no pueden reemplazar algunas cosas, que la medicación debe ser el último
recurso ante un comportamiento difícil, que nuestra adicción colectiva al
consumo debe acabar.
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